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A vueltas con el tema del proyecto de ley del registro civil que regula el apellidado, recuerdo las decenas de veces que he discutido el tema con amigas feministas.
Y es que en muchas ocasiones nos encontramos con herramientas diseñadas desde el mundo anglosajón en el que sólo se pide un nombre y un apellido (el “que inventen ellos” trae estos lodos).
En los EE.UU., donde se manejan con un nombre y el apellido paterno, o el del consorte masculino, a mí siempre me había resultado tremendamente discriminatorio que siempre fuera el apellido masculino el que pudiera prevalecer. Merced a esa ventaja, sé que, con mi mismo apellido, y posiblemente antepasado, existió un Luys Lobera de Ávila, del que me puedo vanagloriar. Ninguna mujer tiene esa posibilidad, porque en el mejor de los casos, aún cuando conserven el apellido de soltera, éste no sobrevivirá una generación.
Que el apellido de la esposa, tras la boda, sea el del hombre, así como el de los hijos, no es muy distinto de marcar a la familia con el sello del varón, como se marca al ganado (que es en definitiva la fórmula familiar en medio mundo). Parece muy lejano y yanqui, ¿no? Pues vayan a comprar un billete de avión, a ver qué pasa.
Por ello, proponía a mis amigas que escarbaran en lo más hondo de su genealogía, y cambiasen su apellido por el segundo apellido de la antepasada materna más honda que lograsen encontrar, y que pidieran a su hija que lo adoptara como principal.
La forma de denominarse ha variado a lo largo de los siglos. De Ramiro vino Pero Ramírez (Pedro, hijo de Ramiro) de él Álvaro Pérez, de él Lope Álvarez… Un buen día Hernando Rodríguez fue importante, y se mantuvo el apellido mas allá de dos generaciones para marcar diferencias y ser “Hi de algos”.
Existen muchas fórmulas de apellidar, y ninguna es mejor o peor, son sólo herramientas para manejarnos. Lo que no tiene sentido establecer como norma la arbitrariedad, el alfabeto o el vuelo de una moneda. Básicamente porque significa ningunear la trayectoria vital de las generaciones, hacer al individuo más fútil, más solitario (y más manipulable, por tanto).
Es estúpido reclamar que las mujeres impongan su apellido cuando éste en definitiva retrotrae a su antepasado masculino paterno, y se perderá en la siguiente generación, en el caso de la hija. Por ello les decía que el primer apellido del hijo varón debería ser el primero de su padre y el primero de la hija, el primero de la madre (siendo éste, en la primera iteración, el recuperado de buscar el segundo apellido de la madre de la madre de la madre de… hasta donde se llegare) para igualar las cosas. Cambiar el orden de los dos apellidos en función del sexo, vaya. O en el extremo, reducirlo a un único apellido, según la norma descrita.
Es poca la ventaja de tener una estirpe, pero ese pequeño vínculo con todos aquellos que antes que nosotros fueron, y ubicarnos en el tiempo y el espacio, a veces es un pequeño apoyo que no sé porqué las mujeres descartan. La familia es más sólida, más grande, más real si reconocemos como parte de ella a los que nos precedieron, mejor dicho, si nos reconocemos como parte de ellos y de los que vendrán. Y defender una norma lógica de apellidado en la administración, en vez del capricho, que nos cercena de algo íntimamente nuestro, como son nuestros antepasados, y nos deja como algo efímero, caprichoso, solitario en el tiempo, es lo que, por mínimo respeto propio, deberíamos reclamar. Porque, en definitiva, luego siempre se podrá hacer lo que nos pase por las narices.
Ni que decir tiene que, paradójicamente, mis amigas, cuanto más talibanes del feminismo, más reclamaban como suya la estirpe del padre, en vez de la de su madre. Cosas de Elektra, supongo…
Román Lobera
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