Descripción de la asociación



La Asociación IMPULSO CIUDADANO se suma, como movimiento cívico, al servicio para la vigilancia de los derechos de los ciudadanos, la racionalización de las administraciones públicas y la regeneración de la vida política.

"La Cataluña virtual es omnipresente. La misión de Impulso Ciudadano debe consistir en hacer aflorar la Cataluña real".


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miércoles, 14 de diciembre de 2011

EL NACIONALISMO COMO PRETEXTO



Ni currículos ni nada parecido: está visto que no hay nada para colocarse, aún en una época de crisis galopante, como abrazar un nacionalismo extremo… Y todavía quedamos ingenuos queriéndole enmendar la plana al mismísimo Antoine-Louis-Claude Destutt.

Lo que determina una nación a la que adorar como si de un dios se tratara, es bastante incomprensible, pues en cada lugar del mundo donde aparece tan rentable tendencia para quienes la controlan -¿qué sería de Jordi Pujol, Mas, Carod-Rovira, Otegi, etc. sin el nacionalismo?- sus características difieren de las que ponen como prioridad nacionalistas de otros lugares en sus feudos. Sin ir más lejos, lo podemos constatar en los nacionalismos peninsulares: En el de Cataluña, parece que lo importante es la lengua, que, a pesar de ser una lengua importada e impuesta por la soldadesca romana, desatendiendo su origen, pasa a ser etiquetada con el pomposo título de “legua propia”. Los vascos, en cambio, a los que la muerte de Franco parece que les pilló en bragas o con el paso cambiado y con un conocimiento prácticamente nulo del vasco, así que vieron en la necesidad de inventarse qué era lo que más les hacía vascos: Se intentó hasta con el RH, pasando por una ikurriña demasiado joven -un invento nada menos que de Sabino de Arana- para justificar una patria antigua , así que al final lo que más parece haberles funcionado es la antigua afición de estos grupos separatistas al uso de las armas… y con un puñado de muertos como aval y el miedo de todos los que se envalentonan al lado de los criminales, al final han conseguido lo que querían, algo muy bien remunerado: la política como modus vivendi.

Si después de tanto asesinato, ahora resulta que se “rinden” –sin rendición- a cambio de un plato de lentejas, cabe pensar que lo que querían era una buena ocupación sin tener que someterse a los horarios universitarios y eso. Porque de otra manera no se entiende.

Los nacionalistas catalanes, más de lo mismo, excluyen y la competencia tampoco se establece en las aulas universitarias, que da mucho palo, es mejor echar a quienes puedan tener mejores aptitudes y poner como filtro el de la lengua: “O te sometes, o paso yo por delante”.

Triste. Pero vuelvo a pensar que, en estos asuntos, el Conde de Tracy sobra, que lo del nacionalismo no se lo tragan ni los tiburones… bueno, esa otra parte que vota las proposiciones nacionalistas, esos sí se lo creen, los pobreticos.

De los demás nacionalismos, no merece la pena ni mencionarlos, ya que son, con sus pequeñas peculiaridades, meros imitadores de los anteriores, en pos de lo mismo.

Lo bien cierto es que han conseguido, construir esa especie de gigantes, contra los que aparentemente se puede hacer poco. Digo aparentemente, porque si ellos han conseguido forjar ese monstruo descomunal, quienes queremos luchar por los derechos que como ciudadano nos van conculcando día a día, podemos hacer mucho, si nos olvidamos de nuestras ínfulas de “nosequé” y aunamos esfuerzos para vencer a ese Goliat con un “ejército” (lo digo metafóricamente, que conste) de montones de “davides”. No hay otra, está claro: ellos sólo buscan el posicionamiento social, nosotros la justicia social.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

SOBRE LA DEUDA, DÉFICIT Y REFORMA CONSTITUCIONAL

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Creo que se está produciendo demasiado ruido sobre la reciente reforma constitucional. Entiendo por ruido el exceso de argumentación interesada y ajena al lo principal del asunto. Es por ello que expongo lo que, a mi juicio, se debe comentar, si se tiene la intención de separar el grano de la paja.

Lo primero a reseñar es que esta reforma ha venido condicionada, sino impuesta, por Europa. En concreto por el Banco Central Europeo (BCE). Es el precio de intervenir en el mercado de la deuda de España para que ésta deje de estar expuesta a la llamada especulación o voracidad del mercado.

El BCE acepta salirse de sus funciones para añadir estabilidad y evitar (al menos por ahora) que la bancarrota se extienda más allá de Grecia, Irlanda e Islandia. Lo hace porque el próximo paso de la debacle alcanzaría a Portugal, España, Italia… y quién sabe si aquí pararía o alcanzaría a otros “grandes”. Ello significaría que el futuro del euro y de la idea de Europa se esfumaría, quizá definitivamente.

La petición del BCE se comprende perfectamente. Lo que pide es seriedad, por lo que obliga a asumir compromisos más consistentes que las palabras y promesas habidas con antelación; y ello porque conoce la incapacidad de la estructura política española para actuar con consenso y con eficacia

Hay, por tanto, una imposición ajena a “la soberanía nacional”, y por ende, un menoscabo de la misma. Ahora bien, España también es Europa, y no precisamente un apéndice. Por eso, a la crítica de esa pérdida se debe puntualizar que la acompaña una ganancia. Es decir, se pierde nacional y se gana europea, y ello, porque se da un paso hacia adelante en la consolidación de Europa, y nosotros también somos Europa. Esto es así aunque sea difícil percibirlo en lo inmediato. No se olvide que la supervivencia europea pasa por avanzar en la unificación política y que las situaciones de crisis sirven de catalizadores históricos.

Esta reforma se ha producido mediante un acuerdo rápido entre PP y PSOE; razón que fundamenta una buena parte de las críticas en circulación. Críticas que deben ser matizadas. El pacto era necesario y contaba, por diversas razones, con poco tiempo para su materialización. Además, se sabe que venía impuesto. Desvirtuarlo con florituras para contentar a todos no habría colado.

Pero es que es necesario preguntarse: además de PP y de PSOE, ¿hay actualmente algún partido que reúna vocación y posibilidad de responsabilizarse del gobierno central? Con ambas condiciones, ninguno; por ello, a los dos grandes les ha tocado bailar con la fea, es de agradecer que lo hayan asumido.

Los demás partidos deberían haber colaborado con más realismo y haber prestado su apoyo, ya que cuando uno solo está en condiciones de coadyuvar no puede jugar a poner sobre la mesa su programa máximo como condición.
Comprender a IU y a UPyD, partidos de ámbito nacional, con vocación de intervenir en el gobierno, es relativamente fácil. Que se rebelen contra el PP y el PSOE se explica por el fraude implicado en el sistema electoral, que desvirtúa la correlación del apoyo ciudadano que obtienen con la representación de diputados que el sistema les asigna. Eso, que es un asunto sangrante y pendiente, tiene que corregirse, porque a quien se perjudica de verdad es a los ciudadanos, que tienen el derecho a ser representados en igualdad de condiciones.

Se ha elegido la vía sin referéndum. También esta opción ha merecido bastantes condenas. Sin embargo, es una vía prevista por la propia Constitución, y por algo la previeron los redactores constituyentes. El calendario y los medios para su organización no facilitaban demasiado la consulta, aunque habría cabido aprovechando la movida de las próximas elecciones generales. Sin embargo, su eficacia frente a la exigencia europea y frente a la “voracidad” especulativa habría sido notablemente menor. Aún así, los críticos con esta decisión, si creyeran que ello cambiaría el resultado de su aprobación, podrían recurrir al Constitucional.

Otro filón para las críticas ha venido de los partidos nacionalistas. Argumentan que se produce una laminación de las competencias autonómicas y una invasión de su “soberanía”. Sus propuestas eran que cada autonomía decida su tope de déficit fiscal. Además, aprovechando que se toca la Constitución, que sea para incluir sus horizontes utópicos: autodeterminación de los pueblos, derecho a decidir, límites de su aportación a la hacienda, la singularidad insular… en fin, ir a Europa con la propuesta de 17 límites distintos en un solo país resultaría más pintoresco que la peineta y las castañuelas, ¡y estos son los que van de avanzados y se avergüenzan de la España de zarzuelas y pandereta!

Por parte de la izquierda más concienciada se ha criticado, y con bastante razón, que se pierde un instrumento para la realización de políticas sociales y, por tanto, que se ataca al Estado del Bienestar. Debo reconocer mi osadía para opinar sobre materias reservadas a la economía y a la política económica; lo hago con lo que mi sentido común me conforma a mí mismo.

Es cierto que recurrir al déficit del Estado permite afrontar acciones de gobierno que, juzgadas necesarias, no se podrían acometer si no es endeudándose. Es cierto que las deudas son aplazables y, con frecuencia, las necesidades no, especialmente las sociales y perentorias. Es cierto que políticas de largo alcance no se podrían realizar si no es con programas de amortización a largo plazo.

Es como cuando uno, en su vida privada, tiene que pedir un préstamo ante una enfermedad maligna o ante una situación de emergencia. Es de lógica pensar que es mejor estar endeudado que muerto; también hay que optar por hipotecarse antes que encontrarse a la intemperie, porque se te ha caído la casa.

Sin embargo, las comparaciones aludidas, aparte de su utilidad didáctica, tienen una función escasa, y ello porque las realidades comparadas son esencialmente diferentes. Una persona empieza y acaba en sí misma, a lo sumo en un entorno familiar y de fiadores limitado y con una perspectiva vital escasa y previsible. Un estado, un país dispone de muchísimos más resortes, tanto de garantías como de temporalidad, y sobre todo, de recursos.

Hay algo común en las deudas, ya sean privadas o públicas: siempre hay que pagarlas; cuando no se hace, viene el quebranto. En el caso de las privadas afecta al deudor y a su entorno más inmediato, en el caso de las públicas afecta al Estado, es decir, a todos y cada uno de sus ciudadanos.

Recurrir al déficit público no es necesariamente de izquierdas; en muchos casos no lo es en absoluto. De igual manera, hipotecarse no siempre es una decisión sensata para disfrutar de bienes antes de poder pagarlos. La situación española actual proporciona demasiados ejemplos del mal uso del déficit; tanto de los entes públicos como de las deudas privadas. Es tan dañino construir aeropuertos donde nunca habrá aviones, como comprarse un coche aprovechando la hipoteca concedida para un piso. En nuestro caso, ambas cosas tienen el mismo sustrato: nos hemos creído más ricos de lo que somos.

Creo que, aún siendo lego en la materia, puede afirmarse que es preciso diferenciar entre gastar e invertir. Aunque es más fácil delimitar las palabras que la realidad concreta, parece sensato reconocer que la compra de una vivienda se asimila a una inversión mientras que la compra de un yate de recreo se suele catalogar de gasto. Actuar sobre necesidades y aspirar a bienes duraderos suele dar mejores frutos que actuar sobre caprichos y que gastar en bienes de vida efímera, aún admitiendo que definir lo que es necesario y lo que es una inversión admite un amplio campo de subjetivismo.

Decía que recurrir al déficit no es necesariamente de izquierdas. De hecho, dejar a un país vacío de recursos y cargado de deudas es lo propio de las dictaduras depredadoras, de los clanes familiares incrustados, de los iluminados militaristas, de los regímenes corruptos y represores… también de los sublimadores de patrias y de las administraciones irracionales y megalómanas.

¿Es de izquierdas tener que acudir a la deuda para poder seguir pagando los intereses de la deuda? Acudir a la deuda es demasiado atractivo para los gobernantes. A diferencia de los particulares, que son obligados a pagar, los políticos pueden apuntarse en su haber el gasto y la inversión y dejar para los que vengan las consecuencias.

Si el recurso a la deuda se dificulta, ello no implica que se dejen de atender ni de ejercer políticas de desarrollo y de atención social. Lo que implica es que se tendrá que ser más eficaz y más equitativo a la hora de recaudar y a la hora de gastar. Es obligación histórica de la izquierda potenciar el papel compensador del Estado frente a las desigualdades que genera la libre economía; también lo es explicarlo, exigirlo y gestionarlo.

Lo que realmente es de izquierdas es no bajar la guardia ante esa variedad de depredadores de lo público y participar activamente en la política, sea en el papel que sea, porque detrás de todas y cada una de esas desviaciones hay un discurso justificador y un aparato propagandístico; ambos dedicados a seducir a los que acaban siendo los paganos expoliados, cuando la cruda realidad finalmente aflora.

La reforma constitucional ni pone cifras al límite ni impide actuaciones de emergencia; el cambio propuesto indica una tendencia y un modo de hacer política, que ya están contenidos en la Constitución, por lo que se produce redundancia, al no añadir algo realmente nuevo. Lo que introduce la reforma es un gesto demostrativo de seriedad, ¿por qué se nos pide? Lo vergonzoso es haber dado lugar a que se nos pida lo obvio.

Me interesa insistir en la queja desde la izquierda, porque yo me sitúo en esa ubicación. Creo que la izquierda de verdad, en lo inmediato, tiene dos frentes económicos de posibilidades mayestáticas: la eficacia fiscal y la política impositiva. Eficacia fiscal combatiendo la economía sumergida y el fraude fiscal, ambas realidades impropias en un país con sentido de lo público. Adecuación impositiva acorde con el sentido común de que pague más quien gana más, otra realidad que en nuestro país está en mantillas.

Si de verdad se quiere hacer política de izquierda se puede hacer; hay recursos potenciales sobrados y necesidades sociales colectivas en las que invertir, pero invertir no es solo gastar, hay que proponerse objetivos y cumplirlos. Por ejemplo, afrontar la educación con sentido de Estado en vez de manipular nuestras estadísticas sobre resultados educativos, trampeando con el procedimiento de medición; o afrontar el tercermundismo de nuestra Justicia y sacarla de su marasmo y de su parálisis, en vez de intervenir politizando tribunales o induciendo órdenes subliminales.

Además, la izquierda de verdad tiene otras tareas pendientes; ojalá el acuerdo con el PP no sea flor extemporánea. Ojalá hagan conjuntamente análisis y ejercicio de contricción sobre el modelo de Estado al que dan pábulo y soporte. Urge una revisión honesta del funcionamiento de las administraciones públicas.

No es de izquierdas dilapidar lo que es de todos para complacer a unas administraciones que duplican, triplican y eneplican las funciones, y que, por ello, en lugar de mejorar las prestaciones, lo que hacen es menguarlas. Unas administraciones que no dan la cara para ahorrar ni para recaudar y que siempre están poniendo la mano para pedir y para chantajear.

Tampoco es de izquierdas dejar en manos del PP el sentido de Estado. Aun no se ha superado en las geografías con nacionalismos aquello de que para ser de izquierdas hay que ser nacionalista y que para votar a la izquierda hay que votar nacionalista. Tampoco se combate desde la izquierda la discriminación sutil o literal a la que se somete a la población civil en derechos y en oportunidades según sea o no “de los nuestros”. No se olvide que en España tenemos represaliados y exiliados de sus propias comunidades.

¿Cuándo la izquierda de verdad, de tradición socialista y comunista, va a comprender que la llamada profundización del estado autonómico viene dictada por la ideología, el programa máximo y los chantajes de los nacionalismos?, ¿Cuándo va a percibir que la esencia del nacionalismo descansa en dos pilares perversos, cuales son el egoísmo social y el narcisismo grupal?; ¿Tienen que ver algo con los valores de la izquierdas esos pilares?

Olegario Ortega, 5 de Septiembre de 2011

miércoles, 20 de abril de 2011

EL PANTANO DEL PSC

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El discurso de la diputada social-catalanista, Montserrat Tura (PSC), en el reciente debate de la proposición de ley sobre la independencia en el Parlamento autonómico de Cataluña ha pasado desapercibido y, vista la carga de profundidad que contenía, merecía más atención. Tras la decepción que ha supuesto la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Autonomía, el PSC considera que la Constitución no se ajusta a sus aspiraciones y defiende su reforma.

Vista la situación económica del país, no parece que el PSOE cuente con cuerpo suficiente para retomar el ciclópeo tema de la reforma constitucional. La revisión de la Constitución se aparcó en febrero de 2006 tras conocerse el dictamen que elaboró, por encargo del Gobierno, el Consejo de Estado. Este dictamen apuntaba en la dirección contraria a la pretendida por el socialismo catalán, abogaba por el reforzamiento de los principios de solidaridad e igualdad y de los mecanismos de cooperación y colaboración entre el Gobierno y las CCAA y de éstas entre sí.

El intento del Estatuto de Autonomía de reformar la Constitución por la puerta trasera se ha cerrado con un planchazo del Tribunal Constitucional del que todavía se resienten las narices nacionalistas. El juego de las mayorías parlamentarias y el fracaso del atajo inconstitucional diseñado entre los grupos catalanistas y el Gobierno, en manos de José Luis Rodríguez Zapatero (PSOE), sólo permite la reforma de la estructura autonómica mediante la connivencia entre los dos grandes partidos españoles. El PSC se opone a ello, y su actual presidente en el Parlamento autonómico, Joaquim Nadal, ha advertido de que la reconsideración del proceso autonómico no se puede hacer mediante un acuerdo entre el PSOE y el PP.

Nuevamente, el papel del PSC en el auca catalana es el de envenenar el terreno mediante la confusión. En las últimas elecciones autonómicas los socialistas se presentaron como el dique para detener la independencia y ahora algunos de sus miembros, Toni Comín y Joan Ignasi Elena, retornan a un discurso indefinido que alberga la alianza de su peculiar forma federalista con los independentistas. Las grietas que contribuyen a abrir son tan grandes que pueden llegar a reventar el pantano constitucional.

Es el momento de lo contrario. España precisa de una estabilidad institucional que sólo es posible a través del acuerdo de los dos grandes partidos nacionales sobre el diseño autonómico. La existencia de un fuerte sentimiento nacionalista en Cataluña y el País Vasco y, en menor medida, en Galicia y las Islas Canarias, es innegable pero la estructura del Estado no debe depender prioritariamente de la voluntad de los grupos separatistas, sino de aquellos que defienden la viabilidad de la Nación española.

Por ello, el nuevo marco estatutario que ha quedado definido a raíz de las recientes sentencias del Tribunal Constitucional debe replantearse retomando el espíritu de los acuerdos autonómicos de 1981 entre el PSOE y la UCD o de 1992 entre el PSOE y el PP. Por cierto, este último dio lugar a la Ley Orgánica 9/1992 que en su exposición de motivos declara que el desarrollo de la estructura territorial del Estado se concibe ‘como una cuestión que afecta a su esencia misma y que, por tanto, debía ser objeto de un consenso fundamental entre las diversas fuerzas políticas que expresan el pluralismo político en nuestras Cortes Generales‘.

La aprobación del Estatuto de Autonomía de Cataluña ha sido desestabilizadora porque rompió, por primera vez, la dinámica del consenso fundamental entre las dos grandes formaciones nacionales en materia autonómica. Es imprescindible recuperarla.

José Domingo

martes, 29 de marzo de 2011

POLVOS ESTATUTARIOS Y CRISIS DEL CATALANISMO

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Este nuevo independentismo se radicaliza a medida que mengua, y mantiene una relación dialéctica con la matriz catalanista de la que procede. Por un lado, surge como reacción al descrédito de las instituciones autonómicas catalanas y a la pérdida de credibilidad que ha sufrido la clase política dirigente a lo largo de la reforma estatutaria, reflejando igualmente la exasperación de parte de las bases nacionalistas ante los límites democráticos a su proyecto político. Por otro, este nuevo independentismo lleva hasta las últimas consecuencias la nebulosa de sobreentendidos, mitos y acuerdos tácitos que subyacen en la acción política nacionalista, de todas las fracciones del catalanismo, desde la instauración de régimen autonómico en Cataluña’.

La reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña hizo correr ríos de tinta en artículos, valoraciones, interpretaciones y predicciones de todo tipo. A medida que van transcurriendo los meses desde la sentencia del Tribunal Constitucional, que vino a poner un punto y final jurídico al tortuoso proceso iniciado en 2003, la perspectiva se hace más clara y permite volver sobre algunos aspectos que en su momento pudieron pasar desapercibidos en el fragor de las disputas. Los resultados de las recientes elecciones autonómicas, en las que la sombra del Estatuto se dejó sentir pese a su llamativa desaparición durante la campaña electoral, muestran las últimas réplicas políticas directas del terremoto ocasionado por el proceso de reforma. El actual momento postestatutario catalán es especialmente indicado para volver la vista atrás y esbozar un balance de los últimos años, no tanto del contenido de la reforma en sí, como de sus implicaciones para los equilibrios de fuerzas, la dinámica política en Cataluña y los esfuerzos de recomposición del nacionalismo bajo la batuta de Artur Mas.

El desarrollo del proceso de reforma estatutaria, desde que la hipótesis de un nuevo Estatuto fuera formalizada por Pasqual Maragall en nombre del PSC hace dos legislaturas, ha centrado buena parte de la atención pública en España, prácticamente monopolizándola en Cataluña, a lo largo de estos años. En un inicio, la maniobra de Maragall, entonces jefe de la oposición socialista, fue fruto de un cálculo de naturaleza eminentemente táctica, dirigido a desestabilizar a la coalición convergente presionándola por su lado identitario y posibilitar un acercamiento con el independentismo de ERC sobre el que construir las bases del posterior Gobierno tripartito socialindependentista. Ello no impidió, sin embargo, que la idea de un nuevo Estatuto de Autonomía para Cataluña fuera rápidamente asimilada por todas las facciones del catalanismo orgánico (los componentes del tripartito y Convergència i Unió, un bloque a veces denominado cuatripartito) y convertida en el eje fundamental, y en ocasiones el único perceptible, de la política catalana en los años siguientes, incluso después de la retirada de Pasqual Maragall de la escena política en 2006.

Tras las elecciones de 2003 que abrieron paso al primer tripartito, y aún antes de tener un texto consensuado, el conjunto del nacionalismo orgánico planteó una ambiciosa estrategia política, jurídica y mediática para conseguir que el nuevo Estatuto de Autonomía supusiera la plasmación de su programa máximo identitario para Cataluña y también para el resto de España. Un programa máximo que, matices semánticos al margen, resumió con admirable sinceridad el propio presidente de la Generalidad en dos aspiraciones: la de conseguir que el Estado quedara reducido en Cataluña a una dimensión “residual”, de forma que ningún contrapoder democrático pudiera cuestionar la hegemonía del catalanismo orgánico articulado a través de la Generalidad; y la de someter a Cataluña a una homogeneización cultural e identitaria basada en la lengua catalana, considerada “el ADN de Cataluña”. Una forma como otra de declarar a la mayoría de ciudadanos catalanes, que sienten como propia (también) la lengua castellana, genéticamente ajenos y extraños a la Cataluña en la que sin embargo viven.

Una estrategia en tres frentes

Las peripecias del nuevo Estatuto a lo largo de los últimos años pueden leerse en estas tres claves, política, jurídica y mediática. La batalla política se ha desarrollado en los distintos parlamentos, despachos e instituciones representativas y ejecutivas del Estado; la batalla mediática y social se ha producido en la calle, los medios de comunicación, información y opinión, mientras que la batalla jurídica se ha producido en los tribunales. Tres ámbitos diferentes para un solo debate que se ha convertido, por su relevancia y su extensión, en uno de los de mayor magnitud y profundidad en la democracia española.

Desde el punto de vista político o legislativo, parece claro que el catalanismo orgánico alcanzó buena parte de sus objetivos: el nuevo Estatuto fue aprobado por la Cámara autonómica catalana el 30 de septiembre de 2006 y las Cortes Generales dieron luz verde el 9 de agosto de 2007. Cierto es que la victoria nacionalista no fue completa: a lo largo de las negociaciones para su aprobación en las Cortes, el Estatuto perdió algunas de sus aristas y ello hizo descolgarse a la facción nacionalista más intransigente, entonces representada por ERC. Pero el núcleo de la reforma, tanto en sus aspiraciones como en sus soportes esenciales en el establishment nacionalista, fue preservado a lo largo del trámite parlamentario: el nacionalismo orgánico consiguió, gracias al apoyo del PSOE, el respaldo mayoritario de congresistas y senadores al nuevo Estatuto de Autonomía.

La victoria en los parlamentos, sin embargo, no es definitiva. En un régimen de garantías como el español, existen limitaciones que ni siquiera los legisladores pueden soslayar. Ninguna institución representativa es omnipresente en una democracia, porque ninguna encarna la soberanía que sólo puede expresarse a través del conjunto de la ciudadanía. Por ello, ni siquiera una mayoría parlamentaria ordinaria puede ignorar la arquitectura jurídica y constitucional que protege los derechos y las libertades básicas de los ciudadanos. Como representantes de la ciudadanía, los legisladores pueden cambiar las leyes, pero no hacer caso omiso de las que están vigentes. Y el catalanismo orgánico, que consiguió aliados en las Cortes para aprobar una reforma estatutaria, no los consiguió (o no los buscó) para reformar el pacto constitucional español, esto es, el acuerdo cívico básico que rige la convivencia entre españoles. Tuvo que ser el Tribunal Constitucional el que recordara que algunas de las previsiones del nuevo texto no eran propias de un Estatuto de Autonomía, y que de querer llevarse a cabo, debían aprobarse como lo que eran: modificaciones más amplias de la arquitectura constitucional que requerían, por tanto, la articulación de consensos sociales más transparentes y coaliciones políticas más amplias de las tejidas por las distintas facciones del catalanismo orgánico en torno al Estatuto. La negativa del TC a avalar el intento nacionalista de alterar las líneas maestras de la convivencia nacional, clandestinamente y sin consultar a los ciudadanos, ha supuesto el fracaso jurídico del Estatuto. Y ello, pese a la validación de la mayor parte de su articulado -todo aquél que se adecúa a su carácter de ley orgánica y estatutaria.

Es comprensible la reacción airada del nacionalismo catalanista ante la decisión del Alto Tribunal, porque las “coaliciones más amplias” que habrían convertido al Estatuto en un texto intachable e intocable desde un punto de vista constitucional y democrático son imposibles de conseguir sin el apoyo de la opinión pública. Y es precisamente en este terreno, el de la opinión pública, la discusión y la deliberación democrática, en el que la reforma estatutaria alentada y defendida por el nacionalismo ha naufragado de manera más visible. Ya desde sus primeros pasos, el nuevo Estatuto se configuró como un pulso encubierto entre la clase política nacionalista catalana, unánime en su intención de imponer el debate esencialista como eje central de la agenda política catalana, y una sociedad catalana cuyas preocupaciones estaban muy lejos de las cuestiones identitarias subyacentes al debate estatutario, y que consideraba muy mayoritariamente que la redacción de un nuevo Estatuto ni era ni debía ser una prioridad política (encuesta en La Vanguardia de julio de 2005). Esta desafección de partida no ha hecho más que agrandarse a lo largo del proceso, pese a la ingente movilización de recursos públicos por parte del catalanismo orgánico para contrarrestarla, y está en el origen de la fragilidad que sufre el Estatuto y de la escasa adhesión social y política que ha generado más allá de su núcleo nacionalista promotor.

El Estatuto ha sobrevivido pues a los trámites legislativos, pero a lo largo del proceso, el catalanismo orgánico ha perdido la batalla de la opinión pública. Desde luego, no ha conseguido convencer a la ciudadanía española de las bondades de su proyecto de reforma, ni siquiera a aquellos sectores que históricamente le han sido más próximos. Los lamentos de los dirigentes y portavoces catalanistas preguntándose dónde estaban los intelectuales “progresistas” que otras veces aparecían para avalar sus posiciones, y conminándoles a salir de su silencio y dar la cara otra vez por ellos, son a la vez un indicio y una explicación de esta incapacidad catalanista para generar simpatías, que posiblemente tiene que ver tanto con lo indefendible de sus planteamientos como con la prepotencia con la que el nacionalismo trata a sus potenciales aliados.


Desde una perspectiva localista, se podría argumentar que la aprobación de un Estatuto autonómico sólo debería implicar a los ciudadanos de la autonomía correspondiente. Pero el catalanismo tampoco ha conseguido enrolar a la sociedad catalana en su particular travesía estatutaria, como lo ilustra el decepcionante resultado del referéndum estatutario de 2007. Después de una movilización masiva y desacomplejada de todos los medios y recursos públicos (y privados) a favor de la reforma planteada durante dos legislaturas, el hecho de que el nuevo texto sólo contara en las urnas con el respaldo explícito del 30% de los catalanes, muy lejos del apoyo cosechado en su día por la Constitución y el Estatuto de Sau, no es la muestra de un asentimiento silencioso, sino una sonora bofetada en el rostro del oficialismo catalanista.


Los límites del catalanismo orgánico en democracia


El fracaso del Estatuto patrocinado por el nacionalismo en la arena de la deliberación pública no tiene nada de sorprendente. En realidad, es otra muestra más de la incomodidad con la que el núcleo esencialista del catalanismo orgánico se desenvuelve en el debate y la discusión pública que rodean la acción política en las democracias avanzadas. A lo largo del último franquismo, y de forma aún más clara a lo largo de los treinta años de democracia constitucional en España, el catalanismo ha sabido moverse con gran habilidad entre pasillos y despachos, componendas y bastidores, favorecido por los ángulos muertos del sistema institucional y por su cercanía, cuando no directa colusión, con los centros de poder político, económico y mediático. Pero su eficacia se ha visto seriamente disminuida cuando se ha visto obligado a entrar en el cuerpo a cuerpo del debate democrático, a plantear sus reivindicaciones directamente en la plaza pública. Su capacidad de convocatoria se benefició durante la transición de las simpatías que engendraba cualquier movimiento perseguido o mal visto por el franquismo; pero ha sufrido una erosión constante desde la reinstauración de la democracia en España, que ha transcurrido paradójicamente en paralelo a una acumulación sin precedentes de poder político, mediático y económico por parte de la clase catalanista dirigente. Los sectores más avanzados del catalanismo han sido siempre conscientes de esta flaqueza; de ahí la vieja y eficaz táctica pujolista del peix al cove, que durante veinte años se centró en rehuir la confrontación abierta con los ciudadanos y conseguir el avance de su agenda política mediante transacciones parciales a media luz con el poder en plaza. De ahí, también, la paradoja de unas instituciones autonómicas cuya constante expansión competencial choca con su muy precaria base de apoyo popular, como indica la persistente diferencia en la participación ciudadana entre las elecciones autonómicas y nacionales.


En estas condiciones de extrema fragilidad, el correctivo que aplicaron órganos como el Tribunal Constitucional (TC) y el Defensor del Pueblo -instituciones que, pese a las dificultades del proceso estatutario, han mostrado que son capaces de actuar con independencia, sobreponerse a las persistentes presiones partidarias y cumplir así eficazmente con la función constitucional que tienen otorgada de defensa y protección de los derechos de los ciudadanos- se antoja a los nacionalistas, y con razón, un obstáculo insalvable para sus aspiraciones de consolidar la hegemonía de la clase orgánica catalanista en Cataluña. Su proyecto habría podido superar los requerimientos formales del TC si la coalición en la que se apoyó el catalanismo para conseguir la aprobación en las Cortes del Estatuto de 2006 hubiera sido una alianza de amplia base articulada en torno a un proyecto de articulación territorial definido y transparente; y no un delicado sindicato de intereses cruzados, carente de base social, más basada en el oportunismo y la intimidación política de los interlocutores que en la existencia de un objetivo compartido.


Para ello, sin embargo, habría hecho falta explicar a la sociedad, y en particular a los posibles aliados, con claridad y desde el principio la magnitud y el alcance del proyecto que se quería llevar a cabo. Las aspiraciones nacionalistas pasaban -y siguen pasando- por el alumbramiento de un marco jurídico y político en España que es incompatible con el que hoy rige, y ello sólo puede conseguirse, como es natural, con el concurso de todos aquellos a quienes afecta, que son todos los ciudadanos españoles. En primer lugar, porque la nueva legislación propuesta por el catalanismo orgánico tenía consecuencias de primer orden para la igualdad de trato de los españoles por parte del Estado, incidiendo -por ejemplo- en la financiación, calidad y disponibilidad de los servicios públicos en todo el país. Pero no sólo por ello: aunque el nuevo Estatuto sólo hubiera afectado a los catalanes, la defensa de los derechos constitucionales de cualquier persona o colectivo de España incumbe y convoca a toda la ciudadanía española, no sólo a la parte directamente afectada -la sociedad catalana en este caso. En una sociedad abierta, democrática y solidaria, nadie está solo ante los abusos de un poder más fuerte, por minoritaria que sea su posición. Ese compromiso de fraternidad ante la opresión es el sentido último de un proyecto cívico, nacional y democrático como el que hoy es España.


Los lodos independentistas


La derrota del maximalismo estatutario patrocinado por el nacionalismo en el ámbito jurídico y ante la opinión pública no implica que el proceso de reforma estatutaria haya sido en modo alguno inocuo. Si algún efecto puede observarse en la sociedad catalana tras años de estériles debates identitarios, es que ésta se encuentra hoy más fracturada que al inicio del proceso. Más dividida y más polarizada por una cuestión que los ciudadanos no consideraban especialmente relevante hace ocho años. El catalanismo orgánico, incapaz de ganar su particular pulso con la sociedad catalana en cuyo nombre dice hablar, parece haber hecho así su particular y muy libre lectura de la sentencia cesariana: si no puedes vencer porque no convences, al menos consuélate con dividir.


Efectivamente, ha dividido y se ha dividido. Las idas y venidas del Estatuto, la irresponsable y frívola gestión del proceso de reforma estatutaria por parte de los dirigentes del catalanismo orgánico y los responsables políticos nacionales han desembocado en la cristalización del populismo independentista en una fuerza política autónoma del panorama de un catalanismo en crisis. Un populismo cuyo discurso, nutrido de resentimiento antiespañol y antipolítico, prolijo en reflejos xenófobos y racistas, lo convierte en la variante catalana más próspera -no la única, como muestra la pujanza electoral de Josep Anglada y su xenófoba Plataforma per Catalunya- de las corrientes populistas de extrema derecha que hacen estragos en los últimos tiempos a ambos lados del Atlántico.


Una fuerza de estas características no ha surgido repentinamente de la nada: los elementos que nutren el discurso de apóstoles del secesionismo como Joan Carretero o Joan Laporta llevan mucho tiempo incubándose en la política catalana, manifestándose con virulencia en ocasiones, manteniéndose latente las más de las veces de una manera difusa e implícita, pero inequívoca. El victimismo sistemático, la reducción de España a una caricatura malhumorada y en permanente conspiración contra Cataluña, el fomento de un sentimiento de superioridad respecto a ella cada vez más injustificado, la exaltación de una identidad enfermiza y paranoica, todos estos ingredientes han sido cuidadosamente cultivados por los sucesivos gobiernos nacionalistas, más o menos discretamente por el pujolismo, con creciente ostentación después por la alianza socialindependentista que ha sostenido los gobiernos tripartitos, el de Maragall y el de Montilla. Y ha sido este último el que vio emanciparse a su propia criatura: la mayoría de ciudadanos catalanes han resistido y resisten al persistente repiqueteo identitario; pero la sobredosis de aquellos que se han mostrado vulnerables sólo puede materializarse en forma de frustración, xenofobia e intolerancia. En ese sentido, la debacle socialista en las últimas elecciones no es ajena a la responsabilidad de los gobiernos de Maragall y Montilla en la radicalización de la facción independentista del catalanismo: así lo han entendido los electores, pese a los inverosímiles desmarques de última hora que intentó escenificar Montilla en la recta final de la campaña.


La emergencia y radicalización de este nuevo independentismo es inseparable del grave retroceso que ha sufrido el conjunto de facciones independentistas. Un retroceso que devuelve al conjunto del independentismo a registros electorales de principios de los años noventa, en lo que constituye un desmentido en toda regla del mito de la marea independentista que las élites del catalanismo han profetizado sin descanso para legitimar, dentro y fuera de Cataluña, sus propias políticas y su propio cultivo de la tensión permanente con el resto de instituciones del Estado. Lejos de mostrar una creciente desafección de los catalanes hacia España, los resultados electorales sugieren todo lo contrario: un atronador rechazo de la sociedad catalana al independentismo en el poder y a su programa de confrontación identitaria con el resto de españoles. Un rechazo que se ha concretado en una censura global no sólo a las candidaturas independentistas, sino también a las de sus compañeros de viaje, fundamentalmente el PSC.


Conclusión


La clase política autonómica y la ideología catalanista dominante salen del túnel estatutario severamente debilitados, desacreditada la primera y fracturada la segunda. Afectadas ambas por la emergencia de un nuevo independentismo, en línea con el auge de las extremas derechas populistas en toda Europa.


Este nuevo independentismo se radicaliza a medida que mengua, y mantiene una relación dialéctica con la matriz catalanista de la que procede. Por un lado, surge como reacción al descrédito de las instituciones autonómicas catalanas y a la pérdida de credibilidad que ha sufrido la clase política dirigente a lo largo de la reforma estatutaria, reflejando igualmente la exasperación de parte de las bases nacionalistas ante los límites democráticos a su proyecto político. Por otro, este nuevo independentismo lleva hasta las últimas consecuencias la nebulosa de sobreentendidos, mitos y acuerdos tácitos que subyacen en la acción política nacionalista, de todas las fracciones del catalanismo, desde la instauración de régimen autonómico en Cataluña.


Con esa naturaleza dual, basada en la censura global a las élites nacionalistas y la continuación populista de su lógica identitaria, este nuevo independentismo encarna una fase senil del catalanismo. Una etapa incierta y marcada por el agotamiento social del catalanismo, indisimulable tras desvanecerse los vapores de la reforma estatutaria; y la constatación de su carácter oligárquico, antidemocrático y radicalmente excluyente, hasta hace poco todavía endulzado por una retórica amable y constructiva. En ambos casos, la génesis del nuevo Estatuto de Autonomía ha servido para observar a plena luz las motivaciones últimas, las aspiraciones reales y los límites efectivos del proyecto actual del catalanismo orgánico. Los elementos de su crisis como clase e ideología dominante en Cataluña.


Ante la creciente contradicción entre la reducida y menguante base social catalanista y su monopolio de facto de todos los círculos de poder en Cataluña, tanto los formales como los informales, los políticos y los mediáticos, es urgente generar y ensanchar los cauces cívicos, sociales y políticos de los movimientos contrahegemónicos de Cataluña. Se trata de vehicular, con ellos y con el conjunto de la sociedad catalana y española, un relato y un proyecto alternativo para Cataluña y para toda España, capaz de superar la envolvente identitaria del catalanismo, exhausta tras el Estatuto y sin más fuerzas que su propia inercia y la debilidad de sus adversarios en la etapa postestatutaria que se abre en Cataluña.


Juan Antonio Cordero Fuertes

Miembro de Ágora Socialista y de Impulso Ciudadano


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lunes, 14 de febrero de 2011

UNA GALA COMO PARA ECHARSE A TEMBLAR

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Será porque soy desconfiado -que de adivino no tengo ni la sombra-, pero anoche, mientras veía la gala de Los Goya -¡mira por dónde y sin haber visto ninguna de las películas que concurrían!- iba acertando a quién le caería el premio cabezón, a medida que aparecian los nombres de los seleccionados.

No creo que fuese difícil de descifrar la clave siendo, como es, que estos premios, salvo esta última etapa bajo la presidencia Alex de la Iglesia, no se han distinguido por una gran transparencia… o mejor dicho, sí, sí se ha caracterizado por una suma transparencia; no hay más que recordar que seguramente una de las peores películas de todos los tiempos –estoy dispuesto a discutirlo con quien sea- acaparó, si no estoy en un error, la mayor cantidad de estatuillas que se han dado a una misma cinta, a lo largo de sus 25 años de existencia; pero claro, había que hacerle la cusqui al director manchego. Lo mejor del caso es que el premio terminó por llevárselo en esa ocasión la AACCE, al conseguir Almodóvar el de la otra academia, la de allende los mares y algunas que otras tierras.

Pero la razón por la que creo que era tan previsible todo, es porque, supuestamente, alguna influencia debe de tener la Ministra Sinde –que así es conocida, más que nada por la ley que ha impulsado recientemente- en la Academia, y, supuestamente, alguna influencia debe de tener sobre ésta su jefe, el Presidente J. L. Rodríguez Zapatero y sobre éste -que estaba dispuesto a aprobar el Estatut que le llegase de Cataluña, sin más, y que está dispuesto a saltarse la Ley con tal de remendar los recortes del TC- el President, que tantas penas le puede quitar de encima… en resumidas cuentas, que para Alex de la Iglesia, que partía de favorito, lo justo… en cambio, ¡ay, en cambio!, en cambio para “Pa negre”… pues eso, lo visto.

Me temo que, quienes estemos por eso de reivindicar los derechos de ciudadanía que el nacionalismo excluyente nos ha usurpado, tendremos que apretarnos los machos y echarnos a temblar. O dicho en el román paladín de hoy: que lo vamos a tener crudo.

Vale, vale, que ya he dicho al principio que soy muy desconfiado... que sí, pero que ojalá, como tantas veces, esté errado.

Juan Alonso

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miércoles, 2 de febrero de 2011

CUMPLIR LAS SENTENCIAS

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Este deber constitucional que promulga la Constitución Española en su art. 118 parece ser que, últimamente, presenta excepciones según territorio y materia de aplicación. Así, en Cataluña, ellos, los constructores de naciones, tan demócratas en sus falaces veleidades nacionalistas, han elevado, de manera unilateral, la insumisión a rango de norma. Es para CiU, ingenieros del nacionalismo catalán, con su cara mano de obra tripartita los que consideran que las Sentencias del Tribunal Constitucional y del Supremo en las que obligan a la Generalidad de Cataluña a adaptar su sistema de enseñanza’ para ‘que el castellano sea reintroducido como lengua vehicular de forma proporcional y equitativa en relación al catalán en todos los cursos del ciclo de enseñanza obligatoria’ son amenazas y ataques a la identidad de Cataluña por incidir en su jesuitico “dadme los primeros 8 años de una persona y podéis quedaros con lo demás”. Las escuelas utilizadas para impartir dogma.

Qué pobreza de argumentos al utilizar la lengua, mero instrumento de comunicación, elevándola a columna vertebral de la falacia nacionalista una vez que los Rh han perdido por inconsistentes su potencial factor de identidad y se amparan en la lengua arrogándose estos la capacidad de erigir a una como “propia” en detrimento de otra. La una y la otra. Treinta años, si no más, llevamos con ello y como siempre, los que tenemos la ley de nuestro lado, los que sólo exigimos que se cumplan íntegramente las sentencias, que los currículos escolares sean el reflejo de la legalidad somos tachados de españoles. Pues sí, somos españoles, vivimos en España y queremos seguir siéndolo en esta España que algunos pretenden desmembrarla a costa de todos los españoles.

Esta situación no es novedosa. Han transcurridos treinta años del conocido popularmente “Manifiesto de los 2300″ y sigue siendo vigente por que:

. La situación cultural y lingüística de Cataluña es la de la subvención.

· La libertad, tolerancia y respeto entre todos y para todos los ciudadanos de Cataluña brilla por su ausencia.

· No hay razón democrática que justifique el propósito de convertir el catalán en la única lengua oficial de Cataluña cuando la realidad social catalana es plural y bilingüe.

· Los poderes públicos desprecian el uso público y oficial del castellano y el derecho a recibir la enseñanza en la lengua materna.

· El Gobierno central se pone de perfil y evita salvaguardar los derechos lingüísticos de los ciudadanos reconocidos en la Constitución y en el Estatuto de autonomía.

· El gobierno de la Generalidad de Cataluña está utilizando la coacción para imponer una lengua sobre otra cuando ambas, catalán y castellano, son lenguas oficiales.

- El desarrollo de la lengua y cultura catalana no debe hacerse a costa de empobrecer y desprestigiar la lengua castellana y viceversa…

· El derecho a ser educado en castellano ni se cumple, ni está garantizado.

· Los distintos gobiernos de la Generalidad de Cataluña, lejos de respetar los derechos de los individuos están contribuyendo a fracturar la sociedad catalana.

Seguimos reivindicando el modelo bilingüe en la enseñanza, en la calle, en los negocios. Seguimos reclamando la libertad de elección. Seguimos reivindicando la igualdad. Seguimos reivindicando el cumplimiento de la legalidad y la Asociación Impulso Ciudadano rememorará el próximo 12 de marzo esa reivindicación en un acto público en la ciudad de Barcelona porque, tal y como concluía el “Manifiesto por la igualdad de los derechos lingüísticos en Cataluña” en el 1981:
” .. Es preciso defender una concepción pluralista y democrática, no totalitaria, de la sociedad catalana, sobre la base de la libertad y el respeto mutuo y en la que se pueda ser catalán, vivir enraizado y amar a Cataluña, hablando castellano. Sólo así podrá empezarse a pensar en una Cataluña nueva, una Cataluña que no se vuelque egoísta e insolidariamente hacia sí misma, sino que una su esfuerzo al del resto de los pueblos de España para construir un nuevo Estado democrático que respete todas las diferencias. No queremos otra cosa, en definitiva, para Cataluña y para España, que un proyecto social democrático, común y solidario…”


María Turruchel Alcantud
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jueves, 13 de enero de 2011

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En la Cataluña milenaria, a la que se refería Artur Mas en su primer discurso institucional como presidente de la Generalidad, el primer nacido en el año 2011 se llama Jasmine, y es una mataronesa hija de marroquíes. Esa misma nacionalidad disfrutan los padres de Belkhir, que llegó a las 0:17 horas en la provincia de Tarragona, concretamente en el Hospital Virgen de la Cinta de Tortosa.
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Tampoco son originarios de Cataluña los padres de Kaasem, el primer bebe de Lérida, que es el tercero de una familia argelina; desconozco si Iván, el primer gerundense que vio la luz a los pocos minutos de iniciar su curso el nuevo año en Calella, es de padres nacidos en Cataluña. No sé qué grado de conocimiento de la Cataluña de hace mil años tiene el presidente autonómico Mas, pero desde luego, aquella no puede ser la referencia para dirigir la comunidad durante la segunda década del siglo XXI.
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Artur Mas es un nacionalista catalán que preside un gobierno, según él, para todos los catalanes. Ahora tiene que incluir a Jasmine, Belkhir, Kaasem e Iván. Espero que la guía de su gobierno no sea la que marcó su discurso de año nuevo, cargado de antiguos tópicos y estereotipos nacionalistas que dejan fuera del terreno de juego a un significativo grupo de catalanes.
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La percepción subjetiva de lo catalán, de Cataluña y de España, que reflejaban sus palabras, es simplista, deformada y basada en la cultura del enfrentamiento. Ha tenido la oportunidad de cambiar los esquemas tradicionales y ofrecer una política de entendimiento y de colaboración con todas las instituciones que, sin duda, daría muchos más réditos que hacer incompatible su concepto de “nación catalana” con el de Estado.
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En un momento en el que Mas es el segundo político mejor valorado por todos los españoles, en el que Joan Rosell ha sido elegido presidente de la CEOE por los empresarios de toda España, contradiciendo a aquellos que sostenían que esto era imposible por su condición de catalán, y en el que la Confederación Española de Cajas de Ahorro está dirigida por Isidre Fainé, resulta que el presidente autonómico insta a reaccionar y combatir las hostilidades y amenazas contra Cataluña y a alcanzar lo que define como “plenitud nacional”, una ensoñación innecesaria que ya tiene un marco completo, el español.
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Los catalanes de hoy agradecerán menos épica y más gestión ordinaria que facilite la solución de sus problemas: la creación de empleo, la mejora y aseguramiento de las prestaciones sociales, la obtención de créditos para emprendedores o la potenciación de las libertades en un entorno de seguridad pública. En todas ellas tiene competencias el Gobierno autonómico y mucho que corregir para levantar el lastre que hereda de los gobiernos tripartitos. Trabajo, tiene de sobra. Esperemos que no yerre las prioridades.
José Domingo
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