La expectación es máxima por conocer el resultado final de la reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña. En las comunidades de vecinos, en las fábricas y en los bares, este tema ha desplazado al problema del desempleo y de la crisis económica. De hecho, las familias con todos sus miembros en paro (casi un millón trescientas mil de los cuatro millones seiscientos mil desempleados) han dejado de preocuparse por el problema del empleo y valoran las distintas posibles reacciones a llevar a cabo en caso de que el Tribunal Constitucional declare -tiemblan con sólo pensar en esa posibilidad- que Cataluña es todavía una nacionalidad y no una nación.
La preocupación ha alcanzado tal magnitud que en la última concentración del primero de mayo de Barcelona tanto Alvarez (UGT) como Gallego (CC.OO), han decidido expulsar del campo de juego institucional al Tribunal Constitucional al concluir que este órgano no tiene legitimidad para amputar el Estatuto. Es más, el líder asturiano de la UGT catalana, enardecido por el clamor de los manifestantes, ha proclamado solemne: “El Estatuto representa la lengua, la nación y la simbología, pero también es financiación, infraestructuras, políticas sociales y sanidad”.
Realmente, en el contexto actual sólo desde la demagogia y la obcecación se puede llegar a sustentar que las políticas sociales y la sanidad puedan estar en peligro por un fallo adverso del Tribunal Constitucional. El papel de los máximos dirigentes de los sindicatos es de pleitesía completa a la política nacionalista, aún cuando ello suponga ir en contra de los intereses sociales de los trabajadores a los que dicen defender. Ahí van unos ejemplos. Durante estas últimas semanas, UGT y CC.OO. se han mostrado entusiasmados por la creación de la Agencia Catalana de la Inspección de Trabajo que conllevará en la práctica la ruptura de la unidad de actuación de los inspectores de Trabajo con la consiguiente pérdida de eficacia de las políticas preventivas y de control de la siniestralidad laboral. También han aplaudido vincular el acceso de los trabajadores extranjeros a los permisos de residencia, de trabajo y a la nacionalidad española a la superación de cursos de catalán (sólo de este idioma) de 135 horas, más 20 horas de conocimiento de la sociedad y la realidad cultural catalana y 10 horas de derechos laborales; estos requisitos no se exigen en ninguna otra Comunidad Autónoma y harán que para los inmigrantes sea más difícil tener estos papeles en Cataluña que en otras partes de España. Por cierto, este mismo tipo de medidas son las que históricamente ha defendido la derecha más reaccionaria en Europa. En esta misma línea, en sus comparecencias en el Parlamento catalán, las organizaciones sindicales han hecho gala de que la preservación de la “lengua y de la nación catalana” es su máxima prioridad y no la protección de los trabajadores, y han avalado la nueva redacción del Código de Consumo de Cataluña que desarrolla la disponibilidad lingüística prevista en el Estatuto, por la que se obliga a atender a los usuarios y consumidores de manera inmediata de forma oral y por escrito en la lengua que éstos exijan. Es más, les ha dejado insensibles el hecho de que esta obligación podría conllevar que trabajadores que no conozcan bien el catalán o el castellano pierdan su puesto de trabajo por despido objetivo por ineptitud sobrevenida.
Visto lo visto, el lema de la manifestación del uno de mayo: “Por el empleo de calidad y la protección social” sólo se puede entender como un triste sarcasmo sindical.
José Domingo
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